De la
tragedia a la
incertidumbre
y zozobra
Angel Mario Ksheratto
Parece mentira… Sí, una mentira que surgió del sueño
arrebatado por las horas que mantienen la tradición costera de dormir solo
cuando el hombre de la casa, ha regresado con la alforja llena de pescado y
camarón. “Ya sabíamos que la naturaleza nos iba a partir la madre, pero no creímos
que fuera tan así, a la mano”, dice ella, una mujer de muchos años que no cesa
de ver hacia los cables de energía eléctrica. Si llegaren a moverse, es señal
de una nueva réplica.
Parece poner en orden sus recuerdos de la fatídica noche del
7 de septiembre:
—¡Sí! Pensé que era el fin del mundo; no paraba de temblar,
yo gritaba el nombre de mis nietos, mis hijas…
—¿Dónde estaba usted?
—En el patio, solita mire usted. Mi familia salió hacia la
calle; yo me quedé adentro porque estaba lavando platos, —dice con los ojos
húmedos—.
Doña Lucy cuenta que lo único que se le ocurrió fue
arrodillarse en medio de su amplio patio y repetir la única oración que se
sabía de memoria: el Padrenuestro. Las tejas de barro que cubrían su techo,
cedieron; las paredes empezaron a cuartearse. Ella no lo veía porque la luz se
había ido, pero lo intuyó cuando oyó el crujido de las vigas de madera.
Tras los 83 segundos que duró el terremoto, pudo salir
sorteando los escombros, ayudada por una nieta que tuvo el valor de atravesar
la casa derruida. En su mirada se percibe el terror, el miedo y la
incertidumbre. Sentada en la acera, ahora sin escombros, observa el camión de
mudanzas que carga los pocos enseres que los adobes y ladrillos no destruyeron.
—No sé ni cómo vamos a parar la casa otra vez —dice en voz
baja—; ésta casa la empezó a construir mi padre y la terminó mi esposo. Es una
casa vieja.
—El gobierno dice que apoyará a los damnificados.
—¡Hasta cree! Ya vinieron y ofrecieron, pero yo no les creo
nada. Ahí lo va a ver usted.
Ruinas más adelante, otra familia cuya casa quedó casi
destruida en su totalidad, acomoda sus cosas sobre la acera y parte de la calle
que fue reabierta, casi a la fuerza, por la gente que tiene necesidad de usar
esa vía para llegar a sus casas.
—¿A dónde se van?
—Pues por lo pronto, a la casa de mi suegra —responde el
hombre, mientras su mujer, sacude el polvo de fotos y litografías atascadas
sobre una mesa de tres patas, recostada sobre un pedazo de muro—.
Dicen no tener dinero para trasladarse; por la mañana,
cuadrillas de policías y empleados públicos, llegaron a la zona con camiones de
volteo para levantar el ripio y barrer las calles.
—¿No les ofrecieron ayuda para llevar sus cosas? —le
pregunto—.
—Sí, pero no estábamos listos; solo se llevaron a los que
tenían sus cosas en orden —responde con el clásico cantadito de la costa—.
Relata que la orden que recibió de Protección Civil, fue
desalojar la casa. Y sí, las paredes están inclinadas, rotas y casi todo el
techo cayó. Las tejas han sido apiladas en una esquina; en el corredor es
imposible caminar. Adobes, ladrillos, tejas, horcones y vigas, impiden pasar al
otro lado.
El alcalde José Luis Castillejos Vila, explica que la
recomendación de las autoridades estatales fue la de limpiar la vía pública y
facilitar el libre tránsito, además de prevenir brotes epidémicos.
—No sé a dónde vamos a parar —dice otro afectado por el
terremoto y agrega—: a mí me ordenaron desalojar mi casa; no quedó tan jodida,
pero por precaución nos dijeron que debemos irnos. Para ellos es fácil
echarnos, pero para nosotros no; no tenemos a dónde ir y aquí en Tonalá, las
rentas son caras.
—¿Cuánto cobran de renta?
—Fuimos a ver un cuartito, pero quieren 800 pesos mensuales
y nosotros, de dónde lo vamos a sacar? Apenas juntamos para la luz, el agua, la
comida y la ropa de los chamacos y ahora, un gasto más… No sabemos qué vamos a
hacer.
En Bahía de El Paredón, las historias brotan por montones. “No
sentí nada; estaba en el mar vivo pescando”, dice un hombre quemado por el sol.
Cuenta que el oleaje se intensificó, pero junto con los otros dos hombres en la
lancha, creyeron que alguna tormenta estaba siendo anunciada. Y decidieron
salir de alta mar. Al tocar tierra, la sorpresa los tundió. Sus casas, eran
desechos, su familia no estaba. Habían sido evacuados ante el temor de un
tsunami.
—No había nadie. Nos asustamos porque pensamos que estaban
debajo de las casas caídas. Empezamos a gritar y a quitar adobes, pero no había
nadie. Ni luz; solo la ladradera de los chuchos…
Otro cuenta que notó que el mar se abría “como formando
paredes”; eran unas olas raras que se formaban e iban por todos lados. De
alguna manera, algunas especies marinas fueron a dar dentro de la lancha. No
sabían que en tierra, un terremoto estaba en proceso.
Doña Adriana levanta las cejas cuando se le pregunta si han
recibido ayuda durante las horas después de la tragedia. “Limosnas, solo
limosnas”, dice y se voltea para poner sobre una cacerola, las cuatro patas de
un cerdo que está destazando.
—Le cayó la pared encima y ni modos que tiremos su carne;
tanto que me costó engordarlo. Por lo menos, sacamos los chicharrones y la
menudencia porque muchas partes del puerco, estaban muy molidas —explica—.
Durante la charla en una especie de patio a un lado de los
escombros, se aparece otra mujer, de pelo rubio, corto. Pregunta el motivo de
mi presencia y pide a la mujer de la casa, no responder preguntas.
—¿Usted perdió su casa? —le pregunto—.
—No, gracias a Dios.
—Entonces no sabe nada de lo que ésta gente está pasando. No
se meta en lo que no le importa.
“Vieja guanga”, dice otra mujer que prepara el fogón para
los chicharrones y le increpa: “ustedes solo vienen a hacer censos para nada.
Mire cuando el huracán, solo vinieron a sopear a la gente y ¿dónde está la
ayuda? ¡Nada! Puras promesas, puras mentiras.” La mujer se va por donde vino.

—Hasta los zanates han sufrido el terremoto —dice un señor
que vende tacos en una orilla del parque—. Miles de estas aves, se arremolinan
sobre edificios y árboles. Su griterío, asegura éste hombre que suele retirarse
muy tarde todas las noches, fue ensordecedor durante el terremoto. Y es que la
naturaleza, suele ser cruel, a veces.