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Palabra bajo arresto


Vínculo
Reportaje
Rehabilitación suspendida
Angel Mario Ksheratto
La tragedia de ésta prisión es que la impotencia se impone a la buena voluntad. He visto a varios internos derrumbarse frente a su propia desventura. Entienden las razones por las que han sido llevados ahí, pero no alcanzan a comprender por qué, la desgracia y la pobreza los sigue a todas partes. No es raro saber que a cada cierto tiempo, uno de ellos termina colgado de una cuerda o con las venas rotas.
Los presos se lo toman con humor. “El licenciado Lazos, es infalible para salir de aquí con todo y que esté uno condenado de por vida”, suelen decir cuando alguien se ha quitado la vida colgándose de un lazo. O de plano, tienen qué vivir una vida sin más elemento que la inercia de estar vivos.
Argueta, un muchacho de 19 años –hecho prisionero por su propio padre, en “castigo” por su mal comportamiento–, a veces intenta sobreponerse a su propia malaventura. Demuestra buena voluntad pero sus sentidos ya no le responden y opta por auto autoinfringirse severos escarmientos en las paredes y columnas del edificio. Está conciente de lo que ha hecho su familia con él, pero nunca da muestras de rencor hacia ésta.
Nos parte el alma verle vaciar la comida en la bolsa de la basura y
volver a sacarla para llevársela a la boca. O sencillamente, rebuscar cualquier cosa en el fondo de las bolsas contenedoras de desperdicios, buscando algo para matar su hambre. Si ya de por sí la comida que nos dan en este penal está podrida, nos imaginamos el sabor que tenía la podredumbre que consumía ese muchacho.
Cuando la cordura le visitaba de vez en cuando, contaba que su único vicio antes de ser hecho prisionero, era el licor.
–Yo era un buen chamaco, compañero–, me dijo uno de los pocos días en que la lucidez le acompañaba.
­–Iba a la escuela, sacaba buenas notas, pero conocí a unos compas con los que aprendí a tomar. Primero, dos o tres cervezas, luego seis y así, hasta que me quedaba tirado en la calle. Después aprendí a robar.
–¿Nunca te metieron preso por robar?
–No. Cuando me caían, me mochaba con la mitad para los polis y me dejaban ir. Después aprendí a robar autopartes, hasta que mi papá se dio cuenta y me echó de la casa. Fue peor porque entonces aprendí a robar carros. Llegué al extremo de robarme el carro de mi familia para venderlo y comprar cervezas. Por eso me metió mi papá a la cárcel. Pensó que aquí se me quitaría el vicio del alcoholismo.
Ahora, Argueta, consume marihuana, cocaína, piedra y resistol. Eso lo ha llevado a la locura que padece y también le ha traído el olvido de su familia. Lo que surgió como la única opción de un padre desesperado, o quizá ignorante, para rescatar a su hijo del alcohol, terminó siendo el fin de éste.
Una mañana de intenso frío, le descubrimos en la parte más alta del edificio con intenciones de lanzarse de ahí; reía a carcajadas sobre uno de los barandales de hierro. De su boca sin dientes salían imprecaciones a diestra y siniestra. A veces cantaba himnos cristianos a los que agregaba frases insolentes o de plano soltaba maldiciones. Tras varios minutos de tensión, desistió de su propósito y bajó por las pilastras del edificio, a veces riendo, a veces llorando. Se encerró en su celda durante todo el día y no salió hasta la media noche, despertándonos a todos con sus gritos desgarradores.
En juicio, era buen conversador y no dudaba en elogiar las virtudes de su familia o contar anécdotas de su vida fuera de la prisión.
“Mi desgracia, en realidad –me contó otra vez– comenzó cuando me enamoré de una mujer. Era una chava muy bonita, se reía de todo y me miraba con mucha ternura. Éramos muy chamacos y nos gustábamos mucho, pero me abandonó porque no tenía dinero para escaparnos de la escuela e irnos al cine. Siempre andaba sin dinero y eso no le gustaba. Mis amigos me animaron a beber y lo empecé a hacer como ya te conté”.
–¿Durante todo ese tiempo, cómo era la relación con tus padres?
–Mis papás sufrían mucho porque me volví muy violento al grado que llegué a pegarle a mi papá. Te conté pues que le robé un carro y lo choqué y de ahí me metieron preso. Aquí empecé a drogarme y he llegado al extremo de acostarme con homosexuales para ganarme un dinero y a veces… Bueno, lo más malo que he hecho es que he dejado que me violen por una lana para pagar las drogas–, dice y se queda callado viendo hacia el cielo.
Para Argueta ya no quedan esperanzas. Aún cuando quedare en libertad, seguiría siendo reo de las drogas y sus daños colaterales. Sin familia y sin sus cinco sentidos completos, es muy probable que termine sus días en ésta prisión o en cualquier calle de cualquier ciudad o pueblo de Chiapas.
Algunas veces me contó que soñaba con su libertad. Su boca sin un solo diente, se abría en toda su extensión y juraba que lo primero que haría al salir era ponerse dientes postizos – “para verme guapo”, decía– y se metía toda la mano en la cavidad bucal hasta vomitar. Los dientes los perdió en la prisión cuando se daba de topes contra las paredes. Sus labios eran un mapa en relieve que mostraba una larga historia de ataques de ira y locura.

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