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Espionaje institucional

Artículo Único

Angel Mario Ksheratto


Campa Cifrián minimizó asesinatos de periodistas.
Los tiempos cambian; cambian las formas. Sin duda alguna. Corría el año 1993. Recién, un grupo de indígenas había derrumbado la estatua de Diego de Mazariegos en la ciudad de San Cristóbal de las Casas, el 12 de octubre. Solo los mejor enterados tenían remotas nociones que algo desde el interior de la Selva Lacandona, se cocinaba. A cualquier insinuación, el entonces secretario de Gobernación, Patrocinio González Garrido, saltaba para desmentir, categóricamente, cualquier brote guerrillero… Y menos en Chiapas, al que había dejado de gobernar para asumir la titularidad de la SEGOB.
Elmar Zetzer Marseille, sustituto de González Garrido, cuidaba celosamente el rancho del patrón que por cierto, sonaba fuerte para suceder a Carlos Salinas de Gortari. El saldo de don Patro fue espeluznante: periodistas, líderes sociales, campesinos, sindicales y políticos; maestros, homosexuales y un largo etcétera de gente encarcelada, expulsada de Chiapas, o muerta.
El espionaje era rústico. Evidente. Indiscreto, pues. En el café de don Pedro Bringas, solíamos reunirnos periodistas y políticos de oposición para intercambiar ideas. Para cuando empezaban a llegar los comensales mañaneros, ya estaban los “orejas” estratégicamente colocados en distintas mesas. Muchos llevamos “cola” por mucho tiempo. Los agentes no hacían el menor esfuerzo para esconderse o disimular la persecución.
Cierto día noté que desde que salí de mi casa, dos chavos (que con el tiempo se hicieron mis amigos) me seguían. Llegué al café como siempre. Platiqué un rato con los colegas y me fui hacia la calle central donde una amiga mía, tenía su zapatería. Le pedí, fiados, un par de tenis, me colgué los trancos que traía puestos y me dispuse a caminar hacia el lado oriente, hasta donde ahora está el Instituto de Deportes. Indejech, le decían.
Di la media vuelta y seguí caminando hasta la salida a Berriozábal, donde ahora está la famosa carreta de bueyes; de pura casualidad, pasó un taxi, lo abordé y me fui a casa. Llegando le marqué a un tal Zarazúa, mano ejecutora de Ignacio Flores Montiel, el temido súper policía de González Garrido. No me tomó la llamada, pero le dejé un mensaje con su secretaria: “Dígale al coronel que le diga al general (muchos recordarán que como jefes policiales, Flores Montiel y Zarazúa, se autoimpusieron rangos militares, razón por la que don Nacho fue despojado del uniforme en un desfile cívico-militar), que sus muchachos quedaron por la salida a Berriozábal y todo indica que no llevan ni para la combi de regreso.”
Era burdo, pero era espionaje. Una forma de controlar, de intimidar a los políticos y periodistas de entonces. Otra forma era entrar a las oficinas de los periódicos a robar libretas y grabadoras e incluso, allanaban las casas de los críticos y opositores para llevarse “información valiosa” que pudiera servir al gobierno para detectar los movimientos de éstos.
Hoy es diferente: la misma técnica de los extorsionadores. La utilización de herramientas sofisticadas para saber qué comemos, qué decimos, qué compartimos con la familia.
No debe extrañarnos que espíen a quienes opinan diferente al presidente Peña Nieto y quienes le rodean. Tampoco, que recurran a los adelantos de la tecnología para hacerlo sin darnos cuenta. Lo que debe es preocuparnos y a la par, exigir el cese de ese tipo de acoso institucional, en virtud de sus consecuencias sociales y facturas políticas para quienes lo practican.
No es sano que en “una democracia” donde se habla de pluralidad y respeto a los derechos humanos, se insista en meterse a la vida privada de quienes, quiérase o no, llevan una vida pública.
Pero más que entrometerse en asuntos personales y familiares de críticos y opositores al gobierno peñista, la idea parece ser el envío un intimidante mensaje con la clara intención de acallar voces y someter conciencias para efectos futuros. Millones de mexicanos se aferran al sueño que Enrique Peña Nieto, pudiera ser el primer expresidente que pise la cárcel por actos de corrupción.

Ello solo se lograría, si persiste la denuncia abierta y contundente; documentada y responsable. El presidente lo sabe; por ello la intentona de hacer sentir su poderío. De poner el ojo en la mira para perturbar y desorientar a la prensa crítica.
Llama la atención que el mismo día que el NYT diese a conocer un —de alguna manera incierto— informe sobre el espionaje gubernamental, Roberto Campa Cifrián, encargado de derechos humanos en la PGR, minimizase los asesinatos de periodistas. La embestida que viene, puede ser peor, dadas las actuales circunstancias. ¡Cuidado!

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