Ir al contenido principal

Inocencia encarcelada

Reportaje especial
Breves historias de una prisión II

Angel Mario Ksheratto

La señora Armendáriz pisa por segunda ocasión éste penal; su delito –cuenta con voz apagada– es haber golpeado el carro de un sujeto que, a tres meses del incidente, no se ha presentado a declarar para dilucidar el asunto. La única información que posee de su acusador es que, en el momento del accidente, éste fungía como funcionario del gobierno pablista, lo que sin duda influyó para que fuera recluida sin una sola acusación formal en su contra.
–No sé con qué golpeé el carro porque no llevaba más que una bolsa de plástico con verduras y frutas–, dice mientras sorbe café y cuida que nadie más escuche la conversación.
Cuando volvió en sí, era trasladada sobre la góndola de una patrulla policial sin más explicación que una bofetada y una cadena de imprecaciones por haber ensuciado el uniforme de los gendarmes. Sobre la ceja izquierda, una pequeña cicatriz confirma su dicho, aunque los policías alegaron que la herida se la hizo al caer sobre el auto aparentemente averiado.
Las manos de la señora Armendáriz delatan nerviosismo extremo; sus dedos retorcidos acusan un acentuado reumatismo pero aún así, se los truena constantemente durante la plática.
–Padezco de ataques epilépticos–, afirma y advierte: “Si me da un ataque, no se vaya a espantar porque de veras, me pongo muy mal; de la celda me han sacado casi muerta. ¡Malditos ataques, por eso estoy aquí!”
De la primera vez que fue hecha prisionera, la señora Armendáriz poco recuerda. La gente que la acusó entonces, alegó que estaba loca y, “previendo algún acto violento”, la enviaron a la cárcel, con la complicidad de un Agente del Ministerio Público y un juez que, sin miramiento alguno, la sentenciaron por más de dos años sin haber cometido una sola

falta.
Hoy, de nuevo se ha acomodado entre el resto de internas y se ha convertido en todo un personaje, a pesar de su mirada triste y los sustos que da a sus compañeras de módulo cuando le sobreviene un ataque. Como la primera vez, ahora tampoco tiene un acusador formal o por lo menos, es lo que imagina porque, desde su ingreso, no la han llamado más que una vez para notificarle el auto de formal prisión. Solo sabe que la acusan de daños a un vehículo particular –causados con su cabeza al caer– al que además, ensució con la espuma de su boca.
Con las manos temblorosas, se lleva el último sorbo de café a los labios y suelta una maldición a su acusador. “Si yo tuviera una hermana o un hermano, si yo tuviera un hijo que me defendiera, no estaría aquí”, dice mientras busca la puerta de salida del comedor colectivo de la prisión.


El intenso frío congela los tuétanos. Por los escasos metros de cielo que nos corresponden, las nubes pasan veloces dejando una estela de imperturbable aire helado. Afuera, cientos de reos se enfrentan al clima con estoicismo, ante la falta de cobijas. Los que más lo padecen son los de nuevo ingreso a quienes, en el área de ingreso, los despojan de toda vestimenta para que utilicen la rala camiseta reglamentaria. Algunos, ni enterados han sido de los motivos porque han sido llevados a ese lugar, pero de todas formas, deben luchar contra las inclemencias de un tiempo que, conforme pasan las horas, más se agudiza.
La camaradería, sin embargo, parece más fuerte que el frío. Los trece hombres que compartimos las reducidas cuatro celdas donde he sido asignado, hemos encontrado sentido a la solidaridad. Cuatro indígenas, dos expolicías, dos “maras”
[1], un pastor evangélico, un exfuncionario público, dos obreros y éste periodista, formamos el grupo de reos considerado en otras áreas y por las autoridades del Penal, como “de alta peligrosidad”.
–Vas al área donde están los más “pesados”
[2], los más “gruesos”[3]; esos son cabrones… Esconde tu reloj, rompe tus zapatos para que no te los roben–, alertó uno de los guardias que me sacó del área Conyugal donde permanecí aislado por casi tres horas.
Todavía más: otro que me conducía al módulo “Rosa” donde permanecería por más de 40 días, no se anduvo con rodeos. “A la cueva a donde te llevamos no vas a encontrar nada bueno: asaltabancos, secuestradores, homicidas, narcotraficantes, violadores; es gente que no se va a tentar el alma para partirte la madre
[4] a la primer provocación”, amenazó.


La oración que en zoque recitó Jeremías la tarde que fue llevado a nuestra área, fue acompañada de lágrimas y de un ligero temblor de cuerpo. Menudo de estatura, las botas hechas jirones y la mirada vidriosa, delataban el terror de aquel indígena al que, según él, la extrema pobreza en que vive su familia le jugó una mala pasada. Cada vez que intentaba arrancarse una lágrima del rostro, emitía un quejido gutural agudo. Enormes moretones en los ojos y pómulos, evidenciaban alguna golpiza.
Temeroso, pidió agua para escoltar unas pastillas al estómago. Esta vez se sentó a mi lado, como buscando consuelo a su desgracia. Junto con otros cuatro indígenas pertenecientes a la CIOAC y el PRD, fue aprehendido y acusado de transportar ocho kilos de marihuana.
–Me detuvieron en Tapilula
[5] los Federal de Camino[6]; me pegaron duro… Mirálo mi cara lo hicieron mierda; lo dieron con todo porque no lo dije quién es el dueño del queso que llevaba–, empezó a contar.
–¿Por llevar queso?
–No lo sabía yo, pues. A mi me lo dijeron que lo voy a entregar el cajas de queso en Pichucalco, que no lo tuviera pena, pero dice el policías que es droga el que llevo. Íbamos cinco en el camioneta, pero los otros cuatro llegaron su gente del CIOAC
[7] y el PRD[8] con su licenciado y los sacaron. Dieron 15 mil peso al MP y los dejó ir; como yo no tengo el paga para pagar, me lo trajeron aquí–, explica.
Las lesiones de Jeremías no son solo en el rostro. En su costado izquierdo, una profunda herida expulsa pus, agua y sangre. No recuerda cómo se la hicieron los policías, solo acierta a decir que cuando se dio cuenta, ya estaba sangrando. Desde que llegó a ésta área, se queja constantemente de dolor de cabeza. Con todo, debe conformarse con dormir sobre un cartón, a la intemperie, como lo hacemos la mayoría de internos en ésta zona.


Arrastrando los pies, con el rostro afilado y la mirada fija en el piso, aquel hombre trataba de obedecer las órdenes del guardia que le apremiaba a caminar a prisa. Imposible. Sus articulaciones apenas respondían tras dos semanas de castigo en la temible celda conocida como “El Cubículo”. Quienes han estado en ese lugar cuentan que es de apenas un metro cuadrado, sin baño ni plancha (especie de cama de concreto). En ocasiones, hasta diez reos permanecen ahí obligando a todos a permanecer –por días– en la misma posición.
El mal comportamiento es por lo general, la principal causa para ser recluido en esa celda. No obstante, su existencia es cuestionable en virtud que México ha firmado infinidad de tratados internacionales en los que se compromete a ofrecer una vida digna a los reos, cualquiera que sea su delito.
Con todo eso, algunos organismos defensores de los derechos humanos, han omitido su responsabilidad para denunciar ese tipo de tortura, muchas veces fuera del alcance de las autoridades penitenciarias, quienes en todo caso, solo siguen normas dictadas desde el exterior.
Algunos internos que estuvieron dispuestos a tocar el tema, admiten que en muchas ocasiones, es justo que se castigue a los de mal comportamiento. “A mi me llevaron por haberle tocado las nalgas a una visita”, cuenta uno que dice haber permanecido ahí 20 días. Otros son castigados por provocar riñas o herir a otros internos.
A aquella víctima del “Cubículo”, jamás la volví a ver; en su rostro llevaba dibujada a muerte, esa que aquí, mata a todos por igual: la indiferencia alimentada por la injusticia y la corrupción de un régimen autoritario y absolutista que convirtió el núcleo familiar en “asociación delictuosa” y que envío a los acusados con una sentencia bajo el brazo, aún cuando la
inocencia sea notoria.


A sus 19 años, Javier ha tenido tantos ingresos a éste penal, que ha perdido la cuenta. Entre las rejas que nos separan y que son al mismo tiempo es la antesala de la enfermería, cambia de estado de ánimo constantemente. Una espesa liga de sangre y mucosidades baja y sube de sus fosas nasales mientras recrimina al guardia que se ha empecinado en tratar de conquistar a una de las enfermeras.
–Me saqué una costra de la nariz desde la tarde y no me para de sangrar–, comenta sin ser interrogado y confiesa: “Me hice pedazos la nariz con toda la “coca” que me puse allá afuera y ahora es mi tortura de casi todos los días; hasta con los de la AFI (Agencia Federal de Investigación) le ponía grueso al desmadre”
[9].
–Si eran tus cuates, ¿por qué te trajeron aquí?
–Nomás unos días, de “chivito”. Los mismos “tiras”
[10] me pidieron que aguantara vara para no “quemar”[11] a los “patrones”[12] y se pelaran. El bato que me vendía la mercancía, dejó 32 bolsas de la blanca, pero los polis solo pusieron 26 bolsas en el informe; las otras les dimos mate con el comandante y sus achichincles[13] ahí en la delegación…
–A ver si te entendí: a ti te traen en lugar de otros. ¿No era más fácil que los dejaran libres así sin “chivo” expiatorio?
–Neeeee
[14]. Es que a esos batos los tronaron[15] en un lugar público y mucha raza se dio cuenta. Para justificar que si hubo consignación, me hicieron el paro por otras ondas que yo tengo pendientes y ¡chales! Pos tengo que apechugar, compadre. Te digo que solo era comprador, no distribuidor.
Aunque Javier dice estar recuperándose “satisfactoriamente” de la adicción a las drogas, admite que su mayor problema ahora es que debe consumir medicamentos controlados que, a decir verdad, no los hay en la prisión.
“Cuando no tomo el pinche medicamento, no duermo en muchos días y si logro dormir un rato, sueño que mato a mi familia o que el diablo me lleva al infierno”, cuenta, ahora con la mirada vidriosa y fija en el piso.
Se impacienta e inicia un repentino ataque verbal contra el guardia y la enfermera. Es controlado por otros gendarmes, esposado y llevado de nuevo a su celda. De la nariz, un chorro de sangre brota con violencia y deja en el suelo la huella de una historia personal.


Lentejas sancochadas con algunos cuadritos de jamón, café descolorido y tortillas tiesas, el menú de la mañana. Con el piso como mesa, los 13 reos de planta en el área rosa, nos observamos como tratando de encontrar algún sabor a la comida, en los ojos de cada quien. En la tele un chef ataviado de blanco, suelta la receta del día: Cordero a la naranja y postre de piña.
–Comemos mejor nosotros que esos pendejos, dice uno de los nuestros y todos se sueltan a reír a carcajadas.
En los informes presupuestales de las autoridades penitenciarias, el menú contrasta con la realidad: huevos al gusto, plátanos fritos, frijoles refritos, queso, crema, salsa de tomate, café tortillas, pan y jugo de frutas. Nada qué ver con los desperdicios que nos sirven por las mañanas.
La hora de la comida no es diferente. Cuando la “generosidad” de las autoridades del penal explota, sirven caldo de res semicocida, chayote y papas. Todos sospechamos que es carne de caballo por el color rojizo y el tejido cuadriculado de los músculos. El resto de los días, pollo con lo mismo.
De cena, un banano verde (hay qué esperar tres días para que madure la fruta) y una taza de café con sabor a maíz podrido; de vez en cuando, sustituyen el banano por un pan sin sal cargado de gorgojos negros. Y como postre, la eterna burla oficial, pues a pesar del intenso frío, a veces sirven un vaso de agua de frutas con hielo y una fruta de la temporada tan pequeña, que da la impresión que es escogida especialmente para reírse de los reos.
Mientras tanto, el dueño de la empresa que surte las “frugales” viandas en ese penal, cobra millonarias cantidades de dinero. ¿Por dar basura en lugar de una comida digna?


Nos llevó varios días entender su nombre. No lo podía pronunciar; cocida la boca a golpes, apenas abría el único ojo que le dejaron medio bueno. El reo a duras penas nos contó que en el interior del penal (un patio enorme donde convergen miles de presos ubicados en los módulos “Café”, “Melón”, “Verde” y “Azul”) lo habían golpeado brutalmente otros presos.
Desde las rejas donde suelo ponerme para observar a las familias de otros presos que entran de visita, he visto pasar, todos los días, a los internos que son lesionados en otras áreas.
Un día después de un “cateo” general para decomisar armas, un hombre fue llevado a la enfermería con un machetazo en la frente. La herida era profunda; sin embargo, solo le brotaba grasa y agua que le obligaba a cerrar los ojos y a jadear intensamente. No nos extrañaba, por tanto, que a nuestra área llegara un herido más. Somos una especie de enfermeros del penal.
A veces, se tenía que ser duro con algunos enfermos que se negaban a tomar sus medicamentos o no acataban las precarias instrucciones de los médicos. Margarito, por ejemplo, era reacio a cubrirse la espalda, a pesar de lo avanzado de la tuberculosis que lo agobiaba. Una vez le encontramos fumando y se le tuvo que encerrar unas horas hasta que prometió no volverlo a hacer. Otras veces, a pesar del intenso frío, salía al patio sin ropa. Era difícil de convencerlo, hasta que un buen día, se nos ocurrió decirle que le quedaban pocos días de vida debido a la enfermedad que tenía. Santo remedio. Nunca más volvió a salir desnudo ni le vimos fumar.
En cuanto al recién llegado, casi a rastras logró unirse a otro grupo de enfermos. Uno, con las costillas rotas; otro, un anciano de más de 60 años, con una hernia rota y golpes en la cabeza; uno más, con la cara desfigurada. Todos eran de reciente ingreso y contaron que los policías que los detuvieron, dejaron su clásica marca sobre ellos.
La contrariedad más grande era que, no obstante el área donde me encontraba es considerada la de más alta peligrosidad; los 13 reos de planta, los más “peligrosos delincuentes” eran médicos, consejeros espirituales, enfermeros, sicólogos, maestros, hermanos.


Sin un solo familiar que la visite, la señora Armendáriz, pasa los días cuidando que no haya objetos de valor cerca de ella por si un ataque la sorprende de nuevo. Dice tener miedo a causar daños sin ella proponérselo. Con el uniforme anaranjado a cuestas, trata de ser útil a las demás internas, aunque algunas prefieren no darle la tarea por temor a que la eche a perder con uno de sus cada vez más seguidos ataques. Sus esperanzas de ser liberada son completamente nulas. “Como no hay quién me ayude, el juez ni siquiera se acuerda de mi”, dice lacónica.
Tiene razón. Es tanta la negligencia y abuso en los juzgados que muchas veces, piden a los procesados volver a repetir su declaración bajo el vergonzante argumento de tener “flojera” para buscar en los inmensos expedientes lo que deben leer.
Jeremías, a casi tres semanas de haber llegado a ésta área, no ha podido avisar a su familia dónde se encuentra. Comunicarse al Ayuntamiento de Tapilula, es casi un milagro. Y cuando lo ha logrado, nadie le ha apoyado. Aquí se gana la vida lavando la ropa de los demás prisioneros y ayudando a mantener limpia el área. Poco a poco va sanando de sus heridas y se toma la vida con su propia filosofía: “Si ya os cogieron, qué le vamos a hacer”, afirma con una sonrisa que contagia a todos.
Los “asaltabancos”, los “secuestradores”, los “maras”, los “asesinos”, los “secuestradores”, esa escoria, esos llamados de “alta peligrosidad”, no son los criminales que me pintaron de entrada. Respetuosos, solidarios, hacendosos, trabajadores.
La cárcel, finalmente, es aleccionadora. Enseña que el hombre, por muy perversos, malo o delincuente, tiene su lado bueno. Aquí lo estoy viviendo en carne propia. Parece que los malos son los que dicen estar del lado de la ley. Paradójico pero cierto.
[1] Miembros de la las pandillas conocidas como Mara Salvatrucha de El Salvador y Honduras.[2] Violentos.[3] Con fuerte influencia sobre los demás presos.[4] Golpear. Algunas ocasiones, esa frase se utiliza para amenazar de muerte.[5] Municipio localizado en el norte de Chiapas.[6] Modo natural de los indígenas chiapanecos para hablar.[7] Central Independiente de Organizaciones Agrícolas y Campesinas.[8] Partido de la Revolución Democrática.[9] Consumo excesivo de cocaína.[10] Policías.[11] Delatar.[12] Narcotraficantes.[13] Agentes bajo sus órdenes.[14] No.[15] Detuvieron.

Las más leídas

Elba Esther Gordillo, sinónimo de corrupción y arbitrariedad

Fichero Político Angel Mario Ksheratto Cínica, la pseudodirigente magisterial no deja lugar a las dudas respecto a su debilidad por el dinero ajeno. Cuando hace unos días Elba Esther Gordillo Morales, dijo que vivía de su “modesto” sueldo como dirigente sempiterna de un grupo de maestros conocidos como “charros”, nadie le creyó; su larga historia de corrupción, mentiras, simulación y sometimiento, dijo rotundamente lo contrario. Ella misma se encargó de confirmar la incredulidad de los mexicanos, regalando doce camionetas de súper lujo a igual número de dirigentes estatales. Sin duda, un acto de inmoralidad espantosa que obliga a exigir a ésta señora, alejarse definitivamente de la espuria dirigencia que dice tener en sus manos. Vergonzosamente, en ese mismo evento la supuesta dirigente magisterial exigió al Gobierno Federal más presupuesto, según ella, para mejorar las paupérrimas condiciones de la educación en México. Imposible creer que ése dinero vaya a las escuelas de cartón que

Apunte sobre la entrevista Scherer-Zambada

Fichero Político Angel Mario Ksheratto "El narcotráfico está en toda la sociedad", dijo el capo de la droga al periodista Julio Scherer García, fundador de "Proceso". A juicio de uno de los capos más buscado y perseguido por los gobiernos de México y Estados Unidos, toda acción legal contra el narcotráfico, no modificaría el posicionamiento que han logrado y que, deja entrever, se ha alcanzado gracias a una de las enfermedades crónicas que padece el país: la corrupción. Frente al emblemático periodista mexicano, Julio Scherer García, uno de los referentes periodísticos de mayor trascendencia en América Latina, el capo suelta una verdad estremecedora, abrumadora, perturbadora: “el narco está en la sociedad”. Para los persecutores de éstos, la frase debería ser un reto; para los mexicanos, es desalentador. El flagelo ha permeado por todas partes, en todos los estratos sociales, en todos los rincones de la región. Es, quieran o no reconocerlo las autoridades de todos l

Las rabietas de MVC

Artículo Único Angel Mario Ksheratto D e manera imprevista, el senador golpea con fuerza el lujoso e impecable escritorio; suelta imprecaciones, enreda sus dedos en el cabello y, con los puños cerrados, vuelve a castigar al mueble en el que no hay un solo papel. —¡Es un malagradecido!, —explota y se queja—: ahora, ni la llamada me toma… Ni él ni sus funcionarios, ¡carajo! La urgencia de hablar con su sucesor —y no obtener respuesta—, tiene fundados motivos para enfurecerlo: seis de sus ex colaboradores, están siendo seriamente investigados y de al menos cuatro, se tienen evidencias claras de desvíos de recursos y uno, ya tiene orden de aprehensión, misma que, inexplicablemente, no se ha ejecutado. Aunque por lo pronto, las indagaciones de millones de pesos desviados no lo alcanzan a él, sí a sus funcionarios, lo que mediáticamente podría afectarle en sus aspiraciones para saltar del Senado al Gabinete del presidente Andrés Manuel López Obrador, desde donde pretende construir una