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Crónica: El argumento para una revuelta


Angel Mario Ksheratto

El presidente del Congreso, huyó del recinto parlamentario.
La costumbre de tomar edificios, bloquear vías de comunicación y marchar en cualquier parte del estado, dejó de ser. Y es que un día azaroso entre movilizaciones sociales —y no tan sociales—, cualquiera lo pasaba entre la monotonía del griterío desenfrenado, cargado de razón, pero sin espíritu de auténtica lucha. Lo de éste martes cambió las formas… y las maneras de responder a la exigencia popular.
Fue un martes raro; diría que un día de revelaciones políticas. El asunto de Chenalhó, cuyos habitantes habían solicitado al Congreso del Estado la destitución de su alcaldesa, no era nuevo para los diputados. Tres veces le habían dado largas a los inconformes, y no de manera directa, sino a través de los asistentes, esos que cobran como aviadores. “Ya no lo vamos esperar un día más; chingue su madre el diputados, lo vamos prender fuego si es necesario…”, repetía una y otra vez un hombre ataviado con el traje regional de Chenalhó: sombrero de polyester blanco cubierto con decenas de cintas de color, cotón negro de lana cruda, camisa azul chillante, suéter verde, playera blanca, pantalón de lino blanco, faja negra y botas de cuero puntiagudas, arqueadas; de esas que casi pegan en las rodillas con la punta.
Minutos antes, el pleno del Congreso del Estado había dado por finalizada la sesión ordinaria, una de las tantas que se dan con la mayor celeridad: tres
puntos sin importancia y Asuntos Generales sin orador. Tenían demasiada prisa por irse, se notaba. Eduardo Ramírez Aguilar, atendió como quiso las preguntas de los reporteros y salió por la cafetería hacia el pasadizo secreto, ése que todos conocen y que da hacia un estacionamiento de la segunda sur.
Le siguieron Hugo Pérez Anzueto, presidente sin poder del Congreso; un legislador apellidado Valanci Buzali, Wili Ochoa que llega a su tercer sesión (y se la pasó hablando por teléfono), Carlos Penagos, Fidel Álvarez y otros diputados varones que, se dice, son los más influyentes.
Diez y nueve diputadas mujeres decidieron no usar el pasadizo; se encerraron, eso sí, en una sala de juntas, junto con los únicos tres diputados varones que no quisieron abandonar el recinto parlamentario: el de San Cristóbal de las Casas (no Mariano, el exalcalde coleto; ese salió por piernas); el de Tonalá y el de Cacahoatán.

“No tenemos miedo”

Cientos de rehenes se resguardan durante el desalojo.
En el Hemiciclo a Juárez, reinaba la confusión; se acrecentó cuando un indígena joven, regordete y de mirada perdida, amenazó con lanzar bombas molotov hacia el interior del edificio. “Lo traemos harta gasolinas, jos de su putas magre”, gritaba con un bidón de combustible en su mano.
El líder de los inconformes dio improvisadas entrevistas a los periodistas que quedamos dentro del edificio. “Lo queremos que salga el diputados ERAs, ése comitecos mentiroso, poco hombres; que no los dé el caras, lo queremos decir sus verdá en su hocico, que los sepa diuna vez que no lo tenemos miedo y que lo vamos a sacar sus verdá”, dijo con firmeza de indio. Y ordenó al reportero: “Decilo al jijuelverga que lo salga, que lo explique al pueblo del Chenalhó por qué lo quiere proteger a la vieja ésa…”
—O qué, ¿se la está cogiendo? Yo no lo dudaría, sabiendo lo puta que es la Rosa Pérez —secundó una mujer de pelo rubio, piel blanca, cachetoncita, ojos color miel, lentes Devlin, joyas de plata insertadas de jade y que, por cierto, hablaba perfectamente el español. Estaba, huelga decirlo, vestida con el traje tradicional de Chenalhó.
Un tercer entrevistado, no invitado, se cubrió el rostro con una bufanda entre negro y gris y soltó: “Ustedes el periodista son vendido; los paga el mal gobierno para que lo digan falsedá contra nosotros, no tienen güevo…”
Confiando en la barda que nos separaba, le repliqué: “Mirá hijo, si no tuviéramos güevos, haría lo que vos: taparnos la cara, cubrírnosla. Solo los cobardes se tapan la cara. Ninguno de mis compañeros se esconde, no se tapa la cara; eso es tener güevos. Sé valiente y no te cubrás la cara, no me demostrés tu cobardía…” El chico entendió. No dijo más y se esfumó entre los suyos.
Un ciudadano anónimo, discutió con el grupo de indígenas; les hizo una propuesta lógica: Ustedes nos dejan ir y entran al Congreso; se posesionan del edificio y no dejan entrar a los diputados hasta que no les den solución a su demanda, formuló. “¡Ni magres! Vos lo que querés que nos entre el ejércitos a masacrarnos como en el Acteal. ¡Tas pendejo!”
Policía herido por manifestantes.
Las horas transcurrieron entre enconos, mentadas de madre, aplausos, gritos, palabras de aliento, conjeturas, acercamientos y pleitos entre secuestrados e indígenas. La discusión recurrente era si estábamos secuestrados, retenidos o simplemente, éramos víctimas de la cobardía. Porque, notoriamente había más secuestrados que secuestradores. No llegaban, los indígenas, a 200 gentes, contando a los de la entrada principal y las laterales.
“Rompemos el candado y entre los que estamos acá, más los de seguridad del Congreso, les partimos la madre a éstos pinches chamulas”, dijo alguien por ahí. “¡Sí, les partamos la madre! Cagados de la risa los hacemos mierda”, dijo otro.
Pocos repararon en el Estado de Derecho. Un pueblo acosado y oprimido por el mismo pueblo; un pueblo sin garantías, sin derechos, sin libertades, mientras sus diputados, en alguna parte de no sabemos dónde, haciendo cualquier cosa, menos defendiendo a sus representados. Anarquía absolutista. La imagen del pueblo sin ley, sin autoridad y sin derechos. La gráfica perfecta del indígena reclamando lo suyo y pisoteando lo ajeno… o al revés: el ladino pisoteando al indígena y reclamando una libertad que no ha sabido conquistar.
Unos dormitaban en cualquier parte del edificio; otros dislocaban las ideas escondidas. Ese odio reprimido por las leyes del hombre y las exigencias “sociales” que dejaron de ser probas ante los excesos de los defendidos de siempre y opresores de sí mismos.

“Por puta”

Tensión previa al enfrentamiento.
Un grupo de mujeres muy jóvenes, ocupaban el sitio de honor del asedio: la entrada principal del Congreso.
—¿Que las obligó a unirse a ésta aventura? —les pregunté haciéndome el imbécil—.
—Que elegimos, todas, a una mujer para gobernarnos y salió más puta de lo que esperábamos, —alegó una chica de pelo color caoba, cuidadosamente maquillada de ojos, pómulos, cejas, pestañas, párpados, labios y quijada. Bajo el blusón blanco de la indumentaria indígena que portaba, una playera Lacoste, blanca, dejaba entrever el escudo de alguna escuela—.
Ser mujer, ser indígena y ser puta, es malo para la gobernabilidad templada en un estado socorrido por la corrupción, el olvido, la impunidad y la marginación. Y peor aún si las condenas vienen de las mismas mujeres… ¡y mujeres “indígenas”! Muy poco argumento para una revuelta.
—¿Sos indígena…?
—¡Chinga a tu puta madre, fijado! —gimió e igual que el encapuchado anterior, desapareció. Regresó ya no con el güipil blanco, sino con otro, azul marino y lentes de sol. Los Devlin de carey, los había dejado en alguna parte; su sonrisa e insultos, eran los mismos. No me sorprendió que mujeres indígenas, aparentemente feministas, otorgasen el título de “puta”, a una de ellas.
Estaban en su papel. Desestabilizar. A un grado que ellos mismos no imaginaban.
Dentro del edificio sellado, los de la seguridad parlamentaria, buscaban el control de las iras. Hubo quienes, exhaustos por el secuestro, se armaban de valor para confrontar a los indígenas y les increpaban.
Una anciana de quizá más de 70 años, quiso comprar una botella de agua; era para tomar su pastilla para la diabetes. Una de la güeritas del movimiento, al ver que a la ancianita entregaban el agua, corrió y se la arrebató de la mano. Tiró al suelo otras botellas de la vendedora y le dijo a la anciana: “Usted se aguanta; nosotros hemos aguantado hambre más de 500 años y nos hemos quedado callados. Hoy es solo nuestra voz la que va a escuchar… ¡¿Le quedó claro?!
La actitud de la muchacha era arbitraria. Los indígenas solo vieron y escondieron la cabeza en la cerviz. Me refiero a los verdaderos indígenas, porque a partir de ese triste episodio, los de Chenalhó, enmudecieron. Fue como haberlos convertido en títeres consumidores de tortas de jamón y refrescos gaseosos de la más ínfima calidad. Deplorable.
Sus consignas, no eran la de un pueblo harto de su autoridad, sino las de una colección de autómatas que de pronto, se convirtieron en rehenes de alguna ideología lejana a sus usos y costumbres.
El líder del Congreso, Eduardo Ramírez Aguilar, había adelantado a los periodistas que en Chenalhó, se respetaría la equidad de género y por tanto, Rosa Pérez Pérez, continuaría al mando del municipio. Pero a los inconformes, según ellos mismos, les habría dado la falsa esperanza de destituirla para elegir un sustituto de acuerdo a las costumbres indígenas.

Heridos y detenidos

Huyendo de los gases y piedras.
Los rumores de un inminente desalojo se hicieron versión cuando la policía ingresó al Hemiciclo a Juárez; órdenes y contraórdenes surgían de todas partes. Replegaron a los secuestrados hasta las salas de espera de los cubículos y la pequeña explanada de la Biblioteca del Congreso. No ocurrió nada. A eso de las seis de la tarde, cuatro autos negros se estacionaron frente al edificio. Circuló el rumor que eran normalistas. Luego se confirmó que eran vendedores ambulantes.
Los secuestrados se encerraron. Piedras y palos llovieron sobre los cristales y policías. La gresca había empezado. Algunos indígenas intentaron vanamente convencer a los ambulantes de no provocar disturbios; demasiado tarde. El efecto de los gases empezó a causar estragos entre la gente que había acudido al parque a la Feria de San Marcos.
Cuando por fin logramos salir del edificio, todo era caos en las calles aledañas al edificio parlamentario. Policías heridos y un detenido por las fuerzas del orden. A éste, le habían confiscado un manojo de cohetones. Mientras dos gendarmes lo sostenían por los brazos y arrastraban de la avenida central hacia la primera sur, otro asestaba golpes de macana en el tórax y rostro. Llevaba la cara desfigurada.
Jóvenes con el rostro cubierto, retaban a los policías. Éstos respondían con mentadas de madre. Las piedras volaban por todas partes. El caos se extendió por varias horas durante la noche del martes…

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