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Historias de la cárcel

Tarzán, el diablo y la libertad

–Ver al diablo en persona es un privilegio de pocos locos como yo, mi jefe–, me dijo una mañana Tarzán, un antiguo prisionero que a sus 40 años, tiene tantas arrugas en la cara como delitos cometidos. Sus manos entumecidas por el frío de febrero, apenas se distinguen entre callos y nudos que esconden las gruesas uñas. El cuerpo enjuto y la mirada siempre alegre, hacen de ese hombre un personaje especial en el módulo Conyugal, donde convivimos los doce reos aquí asignados.
Para Tarzán (jamás responde cuando se le llama por su nombre) no existen los imposibles ni los inconvenientes y es a él a quien todos los prisioneros recurrimos para conseguir cualquier cosa que haga falta para sobrevivir entre los muros.
Parado en el umbral de la celda 18 que me fue asignada, tirita con extraña violencia bajo la raída camisa beige del uniforme, tratando de calentar sus manos con el aliento de su boca, donde la ennegrecida dentadura contrasta grotescamente con la sonrisa eterna con que alimenta sus fantásticos relatos.

–Tarzán, usted que me ha

hablado del amor de Dios, me dice que es “un privilegio” ver al diablo, explíqueme cómo está eso.

–Verá usted, jefe, ya se habrá dado cuenta que soy un drogadicto sin cura. Es un maldito vicio que no me puedo quitar por mucho que lo he intentado. Soy cristiano por partida doble porque alabó a Jehová y voy a misa, pero ni eso me ha quitado el vicio.

–Porque no tiene fuerza de voluntad y porque no ha querido tomar en serio a Dios. Usted juega con las religiones y no ha querido ponerse en las manos de Dios. Él tiene el poder para cambiarlo, pero usted no se deja, se niega a dejar las drogas.

–Pues fíjese que tiene razón, pero ¡qué chido es andar en el alucine, jefe!–, dice con una risotada que deja ver el fondo de su boca.

–¿Y cómo es que ve al diablo, cómo le hace?

–Me pongo hasta madre de drog
as. Es bien fácil; mire usted mi jefe: me trueno una piedrecita junto con un carrujito de marihuana y, si alcanza la feria, pues le echamos polvito blanco y una botellita de “chicha”. Con eso, de volada se me aparece el chamuco.

–¿Qué hacen, qué le dice?
–A veces platicamos chido; hablamos tranquilos, pero la mayoría de veces nos mentamos la madre, peleamos duro. ¡Nos hemos dado unos “agarrones” bien gruesos! Cuando yo le gano, le regalo un mechón de mi pelo; cuando él me gana, me deja una moneda de oro.
–Debe ser usted millonario entonces.

–¡Qué va! Al otro día ya no encuentro la pinche moneda. Anoche me pegó una madriza porque me negué a bajar a partirle la madre a ustedes.

–¿Por qué a nosotros?

–Por que son los únicos pendejos que tengo enfrente; si estuviera en el interior, me manda a pelear con toda la población. Le dije que no porque si lo hago, me mandan a la celda de castigo. No me creyó el güey y me empezó a echar de patadas, yo agarré el palo de la escoba y me lo tundí a golpes; ahí se quedó hecho un pendejo y me salí a bailar al corredor.

–¿Cómo es el diablo?


–Tiene varias formas y caras. A veces es hombre, a veces mujer, otras, se me aparece en forma de un niño; también toma forma de animal.

–¿Cómo lo reconoce? ¿Tienen algún código, una seña?, digo, no vaya usted a estar hablando con una visita, creyendo que es el diablo.

–Usted sabe que yo no tengo visitas; entonces no tengo problemas en reconocerlo. Cuando toma forma de mujer, ¡Dios de mi vida! ¡Qué mujer! Pero no me deja acercarme, no permite que la toque. Créame que en las condiciones en que me encuentro, soy capaz de todo…Eso sí, menos de entregarle mi alma; no soy tan pendejo. Una noche que se presentó con cuerpo de mujer, le pedí que me dejara siquiera tocarle las piernas y pero me puso una condición: Que le diera mi alma.

–¿Usted que hizo?

–¡Ni madres! Le dije que con mi cuerpo hiciera lo que quisiera, que lo llene de drogas, que es lo que me encanta, pero mi alma solo es
de mi Padre Celestial y mi virgencita de Guadalupe. Se encabronó y se fue. No vino a verme durante en un mes.

–Debió ser una mujer muy bonita…

–Bonitía, viera usted jefe. Ni en la tele se ven viejas así: Güera, alta, con unos ojazos ve
rdes, divinos. Eso sí, siempre trae un vestido azul largo con hartas joyas, como que no le gusta que la vea completita.

–O sea que el diablo no es como nos lo pintan, según usted.

–¡No, qué va a ser! Cuando se presenta como hombre, es moreno, alto, de barba bien cerradita, pestañas grandes, cejas gruesas. Siempre bien trajeadito y con alhajas en los dedos y el cuello. Cuando camina, suena como cascos de caballo y a veces, babea mucho. Cuando se encabrona se pone azul y se le hincha el pescuezo; sus ojos se ponen rojos y bufa como los toros.

–Tenía la idea que es una especie de animal con cuernos y toda la cosa…

–¡Pero como no! ¡Es horrible! Cuando se presenta así, tiemblo de pies a cabeza. Siempre que no le prendo sus velitas negras y no le rezo, así viene, como para intimidarme.

–¿Cómo es?, descríbamelo.

–Su cara es negra, larga, de piel gruesa y grasosa. Su nariz es chata, como la de un chango, pero tiene una puntita que le cuelga hasta la boca, que la tiene de oreja a oreja; sus labios son gruesos, m
orados. Tiene dientes grandes, bastante separados entre sí y su lengua es negra, muy larga. Es de pómulos resaltados, como si fueran dos puntas y sus ojos son grandes, rojos con negro. Tiene unos cuernos retorcidos que le caen por toda la espalda, hasta el culo, de un color marrón con amarillo.

–Sí que es guapo el tipo–, le digo a modo de guasa.

–Está usted loco. Es espantoso. La espalda es curva hacia delante, con un camino de pelo largo, negro y grueso por todo lo que le llamamos la espina dorsal; el resto del cuerpo es peludo, pero es pelo corto, brillante, como un caballo negro. En sus manos tiene unos dedos bien largos, con uñas afiladísimas y sus patas son como de caballo, con cascos negruscos.

–¿Solo usted lo ve?

–Sí. Dice que con los demás no lo hace porque le tienen miedo. Si usted no le tiene miedo, lo convoco ahorita…

–¡Bótese a la chingada!

Tarzán a veces olvida su verdadero nombre y el lugar de su nacimiento. Cuenta que tuvo una infancia sumido en la peor de las pobrezas. Sus padres, sin embargo, trataron de incul
carle buenos modales y costumbres, pero “el hambre no respeta cultura ni educación; la necesidad es más fuerte que la compasión”, solía justificarse. Ya metido en el negocio de los asaltos, su condición económica mejoró y pudo contraer nupcias, tener hijos, darles un lugar en la sociedad, según sus propias palabras.

–Yo fui un bandido profesional, jefe. Me decían “El Sátiro”, porque no respetaba edades cuando de golpear se trataba–, me contó uno de tantos días en que su lucidez le permitió incluso, darme una cátedra de teología. Lanzando escupitajos a cada minuto y recostado sobre el barandal del segundo piso de la prisión, narra con lujo de detalles su vida antes de cumplir la larga sentencia que lo ha llevado a conocer a presos de todos los calibres.

–Me levantaba a las cinco y media de la mañana, hacía el desayuno para mis hijas, las bañaba, las cambiaba y las iba a dejar a la escuela; regresaba a mi casa, le llevaba el desayuno a mi mujer a la cama, desayunábamos juntos, limpiaba mi pistola y me salía a trabajar. Entonces estaba fuerte y me vestía bien. No era la piltrafa en que me he convertido por las malditas drogas.

–¿Su mujer sabía a qué se dedicaba usted?

–Sí, pero se hacía pendeja; le gustaba la paga, pues.

–¿Y sus hijas?

–¡Noooo! Yo quería que ellas fueran profesionistas, que no les faltara nada.

¬–¿Cuánto ganaba en su “trabajo”?

–Dependía de lo que hiciera en el día. Dos o tres asaltos; uno cuando el primer “golpe” resultaba bueno. Ya cuando tenía un buen billete, me regresaba a mi casa; era una “chamba” muy agotadora porque tenía que correr mucho o luchar con los “proveedores”. Con lana en la bolsa, pasaba al supermercado a comprar la despensa, mi botella de coñac o wisky, mi “yerbita” y mi polvito blanco. Para mis hijas, sus juguetes y sus dulces. Vivía como rey, jefe, no como ahora que he tenido qué comer basura en ésta pocilga para sobrevivir; pregúntele a los demás compas cómo la droga me ha orillado a vivir como animal en ésta cárcel.

–Es decir que desde antes de entrar a la cárcel, usted ya consumía cualquier tipo de drogas.

–¡Pero eran de calidad!. Aquí la venden “cuarteada”, una vil mierda, por eso es barata. Acá la droga no te mantiene en el estado de levitación, te destruye lentamente, mata el cerebro. Mire al chavo de allá abajo (Argueta, de quien ya hablamos en el capítulo tres) que cuando llegó, nomás echaba su trago; aquí aprendió a consumir drogas y en menos de dos años, ya no sirve para nada. Lo acabó la droga.

–Si usted sabe que las drogas matan, ¿por qué las sigue consumiendo? Un día de tantos puede amanecer muerto.

–A mi me dejó mi mujer, me abandonaron mis hijas, ¿qué más da que me muera ya?


–¿Desde cuándo no sabe de ellas?

–¡Uuuhhh! Ya hace muchos años. Según sé, se fueron para Oaxaca. Usted sabe que la soledad es más fuerte que el deseo de vivir; lo lleva a uno a meterse drogas para olvidar. Aquí se acabó mi vida, mis lujos, hasta mi mal carácter. Me he olvidado quién era allá afuera.

–¿Cómo considera que era allá afuera?

–Un perfecto cabrón y más cuando asaltaba; no tenía alma ni conciencia, ni lástima ni compasión. Si se oponían al asalto, me valía madres y les tiraba; para eso llevaba pistola. Aquí, después de tantos años de soledad y de drogas, ya no soy más que basura. Yo tuve amigos influyentes allá afuera. Políticos, sobre todo. Y mire, si me ven, no me van a reconocer nunca. No les conviene.

–¿Cómo y por qué lo detuvieron?

–Por confiado. Yo trabajaba solo. Un día, mi cuñado necesitaba una lana y le dije que si se aventaba el tiro, íbamos a dar un buen golpe. Asaltamos una joyería en el centro de Tuxtla. Entramos como cualquier cliente: bien vestidos, preguntando precios. No vimos a ningún policía y nos fuimos directo a la caja; no hubo ningún problema, encañonamos a los empleados, les pedimos la lana y algunas joyas que nos las entr
egaron en una bolsa y buscamos la puerta de salida. Yo le había dicho a ese cabrón que saliera de espaldas y yo por delante, porque so era “punta”, de frente, pues. El policía que cuidaba la tienda no se había dado cuenta del asalto, estaba distraído en la segunda planta del local y el pendejo de mi cuñado, cuando lo vio, le disparó pero no le dio. El policía reaccionó y me pegó un balazo en mi brazo derecho; se me cayó la pistola y me tiré al suelo a recogerla y con la mano izquierda le tiré al poli. Le pegué en el pecho y cayó al suelo…

–¿Y su cómplice?

–Ese cabrón se peló. Nunca más lo volví a ver. Dicen que lo agarraron y lo mataron, pero quién sabe.

–¿El dinero?

–Yo lo llevaba pero se me cayó cuando sentí el impacto de la bala. Durante el juicio, me decían que era una millonada, algo así como ochocientos mil millones de pesos, porque fue en aquel tiempo en que el peso estaba devaluadísimo y todos éramos millonetas y me exigían que lo entregara, pero la neta, jefe, no lo tenía, estoy seguro que quedó en las manos de los judiciales, como siempre pasa.

–¿Ellos lo detuvieron?

–Yo estaba herido; otros clientes de la joyería me agarraron a patadas, me inmovilizaron y me entregaron a la autoridad. En la judicial (hoy Agencia Estatal de Investigación) me tuvieron como ocho días detenido. Me sacaban por las noches a “pasear” y me pegaban unas madrizas a pesar que estaba herido. Querían que confesara que era el autor del asalto a un camión del ingenio Pujiltic y no sé cuantos asaltos y muertes más. Me metían la cabeza en un tonel de agua sucia, me dieron toques en los güevos, me arrancaron las uñas (por eso ve que no tengo uñas, explica); bueno, me hicieron lo que quisieron y yo le decía al comandante: “Jefe, máteme si quiere pero yo no he matado maricas, ni he asaltado bancos, ni un camión de Pujiltic”. Y nada, ocho días me tuvieron así hasta que se cansaron y me subieron a “Cerro Hueco”. (La anterior cárcel estatal)

–¿Pero estaba usted conciente de sus delitos?

–Mire jefe, yo cometí varios robos, pero se lo juro, nunca hice trabajos grandes. Para eso se requería una banda bien armada, bien protegida por las autoridades. Yo trabajaba solo. Si ese día no llevo a mi cuñado, no estuviera aquí. Tenía una pistolita vieja y con eso no se puede amagar a cuatro o cinco policías bancarios armados hasta los dientes.

–Siendo como fue afuera, ¿cómo es que no es usted líder en ésta cárcel? Porque además, es usted un prisionero antiguo.

–Habemos de delincuentes a delincuentes. Llámeme pendejo si quiere, pero aún siendo criminal, a veces se tienen ciertas reglas o como dice el señor cura de aquí, “principios morales”. Desde que estaba en “Cerro Hueco”, uno de los directores del penal, me propuso para que fuera el “Preciso General” y lo acepté. Me puso una condición: la mitad del dinero que le sacara a los de nuevo ingreso, la famosa “talacha”, tenía que ir a sus manos. El control de la droga, el alcohol y hasta las armas, lo tendría él y mi trabajo era saber quiénes traficaban sin permiso para meterlos en cintura. Suficiente es con estar preso como para servir de verdugo de los demás compañeros, muchos de ellos, inocentes, jefe. Porque como usted sabe, delincuentes como yo, somos pocos en ésta cárcel; los demás, la mayoría son inocentes.

–Tarzán, le oigo hablar y a veces, no parece usted al que estoy viendo.

–Allá afuera era yo una persona diferente; ya le dije que tenía amigos de buen nivel social. Políticos, profesionistas, funcionarios. Nadie, salvo algunos funcionarios a los que de vez en cuando les daba su “mochada” para que me dejaran trabajar tranquilo, sabía a qué me dedicaba. Si yo le contara a quiénes conozco y quiénes eran mis amigos…

–Y prefiero que no me de nombres porque saliendo de aquí voy a escribir un libro con todas las memorias de lo vivido en ésta cárcel y sería comprometerlo a usted demasiado y a sus amigos que finalmente, como usted dice, nada tienen qué ver.

–Se lo agradezco.

–También he notado que es usted un hombre de lectura, culto o al menos bien informado.

–¿Qué autor quiere que le cite, jefe? He leído a Dickens, Homo Ludens de Huizinga; Octavio Paz, Vallejo, Asturias, Rubén Darío, mi favorito; a Vargas Llosa no le entiendo ni madres; Zola, Cervantes, Stendhal y por supuesto, al gran maestro Gabo Márquez. Mire, en ésta cárcel se aprende a convivir con la peor calaña, pero se vive mejor con los sueños de libertad de Oliver Twist, el personaje más penetrante de Dickens o Fabricio, el eterno enamorado de la libertad y las mujeres en Cartujas de Parma, de Stendhal.

Este hombre menudo y acabado por las graves carencias carcelarias, es en sí, un personaje inolvidable; divertido cuando se lo proponía y determinado a ganarse los favores de todos. De hecho, quienes habitamos éste módulo le vemos con afecto, pero al mismo tiempo con sumo cuidado. Tiene una habilidad nata y fina para robarnos todo cuanto dejamos mal puesto. Nos divierte porque, sin que nos demos cuenta, ¡a nosotros mismos nos vende lo que nos roba!
Un día le pregunté si nos podía conseguir una especie de cuchillo para cocinar nuestra comida en un intento por no comer los desperdicios que mandan las autoridades. Se comprometió a que en menos de diez minutos tendríamos el artefacto. Lo cumplió, solo que al siguiente día, otro camarada del módulo exigía que se lo devolviésemos, toda vez que se lo habían robado de su celda.
Otra vez, le comenté que necesitaba una Biblia y en menos de lo que canta un gallo, ya la tenía en mis manos. Se la había pedido a Carlos en calidad de regalo y cuando por la noche leíamos, se quedó sorprendido el anterior dueño de la Biblia por el “trueque” que había logrado en nuestras narices.
El día que lo sacaron de ese módulo para llevarlo a la celda de castigo (una de las tres temibles crujías de la que ya hemos hablado, donde se tortura a los prisioneros acusados de mal comportamiento o por órdenes de las autoridades del estado cuando de un preso político se trata), extrañamos sus extrovertidos bailes por los pasillos. Solía tomar la escoba, ponerle una camisa del uniforme y bailaba con ésta hasta que se cansaba. Nunca supimos por qué lo castigaron porque era, a pesar de su pasado, un hombre humilde, sencillo y servicial. Todas las mañanas llegaba a las celdas de los demás prisioneros para ofrecerse a llevar el mandado, lavar la ropa o barrer.
Le tenía pánico a las celdas de castigo. “La de enfermería, es la más tranquila –me contó– porque ahí, como quiera que sea, hay lozas y se puede uno recostar, aunque sea en el patio. No tiene luz y no hay agua para que se laven los baños. A veces hay hasta 15 presos y apenas miden cuatro por cuatro las cuatro celdas. La “21” es más reducida y no tiene baño, ni luz ni agua. Solo sentado se puede dormir ahí. Pero la más cabrona es la de aquí nomás, frente a la aduana para la “72” (módulo donde están los prisioneros de reciente ingreso, supuestamente por 72 horas, aunque ahí, hay algunos presos que ya llevan varios meses y hasta años); se está parado todo el tiempo, no te dan más que una comida rancia al día, no tiene baño ni luz. Si te dan ganas de hacer tus necesidades, te haces ahí y si te descubren orinando o haciendo del “dos”, te pegan y te doblan la estancia”.
Una mañana de tantas, tarzán desapareció del módulo. Los guardias argumentaron que se le había castigado debido a que la tarde anterior fue descubierto consumiendo drogas y amenazaba con lanzarse del tercer piso. Jamás le vimos hacer eso. Pretexto, sin duda, porque con todo, ha sido el tipo más tranquilo que he conocido.

– El día que me saquen de aquí, me voy a morir–, me dijo un día mientras recogíamos la podrida dotación de comida del medio día, antes que se lo llevasen.

–¿Por qué piensa eso?

–No tengo a dónde ir; y no me quiero morir tirado en una calle de Tuxtla.

Cierto. Pero no solo él. Los presos que salen de cualquier cárcel de Chiapas, no tienen ningún amparo. Para empezar, no hay un solo programa de rehabilitación, ya no digamos un programa de empleo o un asilo que los ayude a reincorporarse a la sociedad. Hay qué decirlo con todas sus letras: los penales son en realidad, universidades del crimen.

Este, junto con otros testimoniales de presos de El Amate, aparecerán publicados en el libro "Palabra

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