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El suplicio por un pedazo de tierra

Reportaje

Angel Mario Ksheratto

Sentado sobre el frío piso de su celda, don Arturo rara vez voltea hacia la puerta para dejar ver su dentadura maltratada, detrás de una lúgubre sonrisa que acompaña con un ademán de adolorida displicencia. Otras veces, su mirada obliga a ignorarlo pues se nota cargada de odio, de ira y una profunda intención de violentarse. Las horas le arrebatan cada instante de vida y solo la recobra cuando el repartidor de comida se asoma por la reja para dejar los desperdicios de algún restaurante de lujo, en calidad de alimento para los reos.
En la profundidad de sus inescrutables pensamientos, la imagen de su familia se niega a abandonarle y recuerda con insistencia a su mujer, cuyo nombre ha ahogado en su dolor de hombre, en aquella insalvable prisión a la que llegó acusado de delitos que le resuenan en la mente, aunque la memoria no atina a acomodarlos en sus ratos de posible lucidez.
Por las noches habla largamente con Vicenta, su mujer ausente para siempre. Sueña que salen juntos a la montaña a cortar leña y pastar a sus dos viejas vacas. Ella le toma las manos y lo lleva a la zona más espesa del bosque; le habla de la tierra, de lo poco que produce y de su deseo de dar
una mejor vida a sus hijos. Él la escucha y le promete unirse al grupo de campesinos que lucha por obtener terrenos dónde sembrar maíz. Su compadre Ramón le venía insistiendo a enlistarse en la agrupación campesina del ejido, pero no había querido meterse en líos.
Su mismo compadre solía contarle que muchos campesinos habían sido asesinados por exigir tierras al gobierno. “Pero vale la pena compadrito; algún precio se paga, como en todo”, le dijo una mañana mientras bebían pozol en medio de las plantaciones de café del viejo patrón que los explotaba desde que eran niños.
Había tenido intenciones de unirse a cualquiera de los grupos campesinos, pero cada vez que lo intentaba, algo ocurría que lo obligaba a desistirse. Una mañana que buscó al dirigente de la organización local, le dijeron que había salido a identificar el cadáver de otro compañero y eso lo alejó de su propósito. Otra vez, supo que un vecino suyo había sido apresado, bajo acusaciones de homicidio que, tanto él como el resto de la comunidad, eran falsas. Más de la mitad de los hombres de su comunidad habían dejado abandonadas a sus familias: O habían sido asesinados o estaban presos… O huyendo.
La desaparición de campesinos, era otro fenómeno que padecían los de su comunidad. Cuando un cuñado suyo de pronto desapareció, a él tocó buscarlo por todas partes y en ninguna le dieron razón de su paradero. Ello lo obligó a unirse a una organización de la que no recuerda el nombre. Sus dirigentes le enseñaron que la tierra, históricamente, pertenecía a ellos, los indígenas, que los terratenientes del lugar se las habían robado y que era necesario recuperarlas a costa de lo que fuera.
“Si es necesario matar, lo vamos a hacer; nuestros hermanos zapatistas lo están haciendo con armas y lo están haciendo caso las autoridades”, cuenta don Arturo que decía uno de los dirigentes.
Le hablaron de unos lotes de terreno que debían recuperar y él se alistó para la toma del predio. Ahí fue aprehendido por agentes de la Policía Sectorial y de la Agencia Estatal de Investigación.
–Lo golpearon duro mi cabeza en el Procuraduría (hoy Fiscalía General); el policías me amarraron en una silla y lo dieron duro en mi panza y mi cara. Decían que yo maté mi cuñado, que no me hiciera pendejo, que confesara dónde lo tenía enterrado–, cuenta con los puños apretados de impotencia.
–¿Cómo sabían lo de su hermano? ¿Puso Usted alguna denuncia?
–No lo pusimos. Lo dijeron el compañeros que para qué, que la autoridad no hace nada, que lo iban pedir dinero y que lo iban a culpar a nosotros… Y salió cierto el palabra de mi compañero, a mi me lo quieren echar el culpa.
–¿Sus compañeros los vienen a ver?
–No pues; todos están preso. Lo agarraron bastantes ese día, hasta los mujer y el niño los trajeron del pelo a Tuxtla. También los golpearon fuerte los de la ley, gritaban mucho como cochi cuando lo están matando, pero más duro les pegaban, nos dicen que somos delincuente, que lo estamos contra el gobernador, que lo vamos a pagar caro porque el gobernador quiere el paz en toda la zona, que somos revoltoso.
–¿Qué más le hicieron en la Fiscalía?
–Lo bajaron mi pantalón y lo amarraron mis güevo con lazo; lo apretaron bien fuerte hasta que no ví luz en mi ojo. Cuando desperté, lo metieron mi cabeza en el taza del baño con orín y mierda. Quería salir pues, pero el judicial se montó como caballo en mi nuca hasta que ellos mismo me sacaron. Necio, decía que yo lo maté mi cuñado y que ontaban el armas que teníamos para el guerra contra el gobernador.
–¡Ah, caray! ¿Los acusaron de intentar una guerra contra el gobernador?
–Así lo decían pues, que somos rebelde, que no queremos el democracia, que solo el zapatista es legítimo, que nosotro solo somos delincuente común.
–¿Recuerda en qué año lo detuvieron?
–No lo recuerdo mucho. Mi cabeza no es el mismo con tanto golpe. A veces, ni a mis compañero que me vienen a ver los conozco. Lo que
si se acuerda mi cabeza es que me dieron fuerte los autoridá. Pero aquí tengo tres años de estar preso, desde que llegó el Pablo en el gobierno.
Debido a un fuerte golpe en la cabeza, don Arturo de repente pierde el hilo de la comunicación y entra de nuevo en su mundo. Imposible sacarle una palabra más. Le dejo en su celda, en espera de otro momento de lucidez para volver a charlar con él. Los demás presos ya me han advertido de ese riesgo. Aunque fue dentro de la prisión donde él mismo se pegó un martillazo durante un fracasado intento de suicidio, lo
que me ha contado, no me deja dudas de alguna responsabilidad de las autoridades judiciales, de quienes no es la primera vez que escucho terribles historias de tortura.
Hubo un reo que me juró por la vida de su propia madre que tras su detención, el mismo Fiscal Mariano Herrán Salvatti y el director de la AEI, le habían interrogado personalmente propinándole tal golpiza que ahora, ése hombre tiene dificultades para hacer sus necesidades fisiológicas e incluso, para hablar e hilar sus ideas. “Quedé pendejo para toda la vida por culpa de esos hijos de puta”, me dijo a punto de llorar.
A su lado, una raída cobija a cuadros, como única propiedad desde que fue arrastrado a aquel suplicio; un plato y una botella de plástico corta
da a modo de vaso sobre la plancha de concreto, testigos silenciosos de su soledad y avales contundentes de su dolor. Llevo varios días esperando otro momento de lucidez de don Arturo y hoy parece estar de buen humor.
Desde temprano le vimos barrer y lavar su celda. Casi nunca lo hace y creo que es buen momento para volver a dialogar con él. Los días anteriores, casi no salió a recibir comida; Tarzán, uno de los reos del área Conyugal, le lleva la comida. Una tarde que me acerqué a su celda, le ví inmóvil, como si se hubiera quedado muerto ahí, se
ntado sobre la loza con su terca frialdad.
–Hace frío aquí adentro, don Arturo. ¿Quiere un cigarro? –, le dije para ganarme su confianza.
Extendió su mano, pero antes de alcanzar la mía, retiró la suya con brusquedad y volvió a perder la mirada en la reja desde donde se alcanza a ver –en el distante horizonte–, un grupo de nubarrones negros volando a toda velocidad hacia nosotros y que presagian un día
lluvioso, tan frío como los demás. Los dibuj
os hechos con cualquier cosa que pinte sobre los muros de la celda, parecen ser los únicos que entienden a éste hombre. Con motivos sexuales, algunos son acompañados de alguna leyenda subida de tono –muy subidas de tono–, o los nombres de quienes han estado dentro de
esas paredes.
En sus ojos negros, el dolor acusa una profunda tristeza que le acosa, le hiere hasta el fondo del alma, si es que no le ha abandonado todavía. El tiempo, de pronto, juzgó conveniente detenerse en aquella celda hasta donde el murmullo de cientos de presos al otro lado de la pared, llegaba como un lejano clamor. Quedamos en silencio por largo rato, contando las ranuras del rugoso piso de concreto hasta que él rompió aquella monótona soledad.
–¿Por qué estás vos aquí?, ¿sos licenciado?, ¿cuándo te agarró el justicia?, preguntó con una rapidez que me dejó sin habla. Sus delgados brazos henchidos de venas a punto de reventar, se posaron sobre sus rodillas, mientras sus largos y nudosos dedos, jugueteaban entre sí, como si buscaran el hilo de una conversación perdida años atrás.
–Yo también soy preso, como Usted–, respondí como pude. Ya ve, nunca faltan las injusticias; nunca faltan los problemas, todos estamos expuestos a eso.
–¿A vos también te dejó tu mujer?, preguntó clavando sus congelados ojos en los míos.
–No, ahí me sigue aguantando–, respondí.
Sabía por boca de otros presos que a don Arturo, su familia le había abandonado desde que le dictaron sentencia y lo condenaron a varios años de prisión. Nunca supe a cuantos porque él tampoco lo sabía.
–A mi me dejó mi mujer aquí solito. No lo sé a dónde se fue, de repente dejó de venir, ni mis hijo han venido, quién sabe ontán.
–¿Cuántos hijos tiene, don Arturo?
–Tiene tres hijos yo. Dos varón y un hembrita… Tan chulo mis hijo, bien grandote que están. Iban en el escuela del comunidá a estudiar el primaria, lo están echando gana cuando me trajeron acá. No los ví desde entonces. No lo sé si ya casaron, o si están en el escuela. Los quiere ver mi ojo, pues, pero no se puede, aquí es muy duro esté cárcel, no los dejan estar. Mi corazón los quiere tener aquí, en mi brazo, pero ya ves pues, no lo sé onde encontrar.
–Si no desconfía de mí y me dice dónde encontrarlos, me comprometo a buscarlos y ver la forma de traérselos para que platique con ellos.
–No lo sé ontán te digo, pues. No lo sabe mi cabeza dónde quedaron; están perdido en mi cabezota, no lo recuerdo.
–Su mujer, ¿cómo se llama?
–Tomasa, pero más creo que se llama Vicenta, porque Chenta le decían pues, el comadre y el compadre, así le decían.
–¿Sus compadres cómo se llaman?
–Saber, vos, quién sabe. Bueno, uno se llama Ramón, no lo sé si lo mataron los de la ley porque lo agarraron conmigo. Ese cabrón de mi compadre tenía su tierrita bien cultivada, le echaba mucha gana; lo mataron los ejército su hijo grande. Lo dejaron su nuera con él.
–¿Cómo era su mujer?
–Chaparra, como vos. Así, chiquita.

Por primera vez le veo reír con soltura. Se truena los dedos y se pone desapaciblemente de pié. Persigue a un mosquito por toda la celda hasta que lo pierde de vista. Sus manotazos por poco dan en mi cabeza, pero no intento moverme para no provocar una reacción violenta de su parte, aunque lo veo tranquilo y sonriente. –“Ten cuidado porque pega con lo que encuentra”, me había advertido un guardia–.
Cuando creí que había dado por terminada la conversación, me quedó viendo a los ojos y me preguntó:
–¿Vos sos mi licenciado?
–Soy preso igual que usted, don Arturo.
–¿Y por qué estás preso? ¿Mataste?
–No. Mi delito es menor; estoy por difamación.
–¿Y eso qué es? ¿Violaste un chamaca?
–No; soy periodista y denuncié la corrupción del gobierno, por eso me metió el gobernador a la cárcel.
–Te metió en el cárcel el Pablo… Es un cabrón. A nosotro nos pidió el voto, quesque nos iba dar tierrita si lo votamos por él. Somos del PRD, pues y lo votamos por él, pero como no soy zapatista, me chingó. Al principio lo pedimos ayuda al Cárdenas, nuestro candidato al presidencia, pero ni nos oyó.
–Así son, don Arturo, mientras quieren el voto, ofrecen de todo y cuando ya están en el poder, se olvidan de sus promesas.
–¿Y vos lo dijiste en tu radio que el gobierno es ladrón?
–En el periódico.
–¿El que tiene letra en el papel?
–Sí.
–No lo se leer, pues, no entra el letra en mi cabeza de chamaco y mi papá lo puso a trabajar duro para ganar el vida y mantener al mujer. Lo casé yo bien chamaco.
Una cicatriz en el parietal derecho de su cabeza, me llama la atención. De vez en cuando, pasa sus dedos sobre la marca herida y la rasca con excitación.
–¿Qué le pasó ahí?
–Dicen que lo pegué un madrazo cuando estaba bolo en el interior del cárcel. En veces lo recuerdo que si fui yo, en veces pienso que lo pegaron otros preso. Dicen el doctor que por eso quedé loco, pero no estoy loco, no lo siento que estoy loco.
–¿Los doctores le han dicho que está loco?
–Sí pues; también el guardias lo dicen. Bien que lo oigo, piensan que lo estoy pendejo, que no lo oigo cuando lo dicen, pero bien que lo oigo pues. No me lo da gana de hablar, estoy triste, lo duele mi corazón, lo quiero ver mi mujer con mis hijo.
Don Arturo no recuerda ni su apellido y aquí en la prisión, imposible recuperar su expediente para saber a ciencia cierta su identidad y el paradero de su familia. Es como si no existiera, más que a la hora del pase de lista.
Tampoco supe a ciencia cierta dónde vivía antes de ser hecho prisionero, pues él tampoco lo recordaba con certeza. En las breves conversaciones que tuvimos, mencionó ser originario de Tila; otras veces recordaba a Chilón como su tierra natal.
La última vez que fui hecho prisionero por la dictadura de Pablo Salazar, no volví a saber de él, no obstante los esfuerzos para localizarlo. Nadie sabía de él y quizá, como don Arturo, todos perdieron la memoria junto a él.

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